domingo, 17 de octubre de 2010

así que ella...

Él, al otro lado de la mesa, parlotea, gesticula, suspira, sonríe y vuelve a parlotear. Él, perdido en el marasmo inútil de los recuerdos, intenta reconstruir una historia, una idea, una emoción -traspapeladas ya para siempre- con el único propósito de conseguir que ella siga escuchando.
Así que ella, conmovida un poco por ese loco afán que tiene él de no perder su atención, de parecerle alguien con algo para contar, alguien que amén de buenas maneras, parezca articulado y elocuente, sonríe y asiente. Ella sonríe y escucha devotamente, esperanzada en que su devoción al oírle divagar le devuelva algo de calma y le obligue a callarse.
Él confunde las personas, los detalles y los lugares. Hay dos o tres pedazos de la historia que podrían hilarse de alguna manera. El resto es solo un tumulto de imágenes, atmósferas y chasquidos de la memoria que brotan de su boca, desarrapados, inermes, fortuitos.
Así que ella, muerta de la tristeza y de la compasión le toma de las manos, cierra dulcemente los ojos y le pide que se calle.

martes, 28 de septiembre de 2010

Media cara

De los dos espejos que cuelgan en la pared de la habitación, prefiere el que parece más viejo y benévolo. Debe indiscutiblemente ser el más viejo: las aristas brillantes y pulidas de cobre repujado que son el marco del otro espejo hacen que su filo de madera sin brillo, y con pequeñas manchas oscuras, se sienta familiar y amable, casi maternal.
Así que decide mirarse en él. Lo que ve es el reflejo de una mirada atónita, con más años que los reconocidos, con más dudas que las permitidas. Eso le gusta. No hay ninguna lógica ni ninguna consecuencia en lo que ve.
Afuera, la luz del día se acaba. Empiezan a bajar las sombras baladíes del atardecer, y algunos pájaros estúpidos le pían a este amanecer travestido. El humo de los buses sube por encima de los tejados. Las rodillas de los viejos empiezan a doler.
Se cubre un ojo con la palma de la mano. Alcanza a ver media cara que se vuelve pedazos de formas ensombrecidas. Intenta una sonrisa, le duelen las comisuras de los labios y desiste de la idea. Decide no encender la luz. Cierra la cortina y la habitación se sume en contornos de silencio y espacios de luz anémica, empobrecida, decadente.
Se acuesta, sin dejar de cubrir la mitad de la cara con una mano. Resuelve que mañana, bien temprano, descolgará ambos espejos y los echará a la basura.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Lo último que alcanza a ver

La banderilla roja del anuncio de la barbería, junto al semáforo, es lo último que alcanza a ver. Dos segundos antes –tal vez haya sido solo uno- pensaba en que una buena afeitada tradicional: toalla hirviendo, crema batida, brocha y cuchilla afilada en cuero, le vendría bien. Le haría sentirse limpio, fresco, quizá más joven. Y que quizá esa sensación fresca, andrógina, le abrazaría el resto del cuerpo.
Pero ahora no logra ver nada claramente. Pasan frente a sus ojos, en una insonora banda de imágenes, un banco de cuchillas de vidrio, una rueda de volante negra, metros y metros de asfalto, una gran bolsa blanca de aire. En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, en la que todo es posible: la vida, la muerte, el amor, la nada y el paraíso, se pregunta una y otra vez cómo es que la luz pinta de colores los trocitos de vidrio que se le incrustan, dulces y decididos, en las pupilas.
En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, recuerda la última línea de su carta astral: “Tercera edad larga, pacífica, acompañada”, y sonríe. Sonríe ante la oscuridad que se cierra sobre su cabeza.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Se muere del miedo

Las voces del patio se van silenciando. Supone que eran niños. O adultos en actos delictivos. Supone que huyeron despacio, de puntillas, para dejar tras de si las evidencias de la felonía.
Ahora solo se escucha el agua de la manguera corriendo. Un chorro suave, calentito, que brota del borde de bronce y se expande sobre el pasto, empapando la tierra, despertando el olor maravilloso del lodo.
Quisiera bajar los cuatro pisos, rodear el edificio y acostarse junto al chorro de agua, suave, calentito, para sentir en la nariz la tierra mojada y la calma del agua. Se imagina quedarse ahí, sobre el pasto, hasta el día siguiente, mirando el cielo, el pedazo de cielo negro que aparece entre los tres edificios que crecen infinitos sobre la noche. Pero se muere del miedo. Se muere del miedo.

domingo, 22 de agosto de 2010

dumar

La piel de Dumar es blanca, amplia y acolchada. Blanca como una pared de hospital recién pintada. Amplia como una sabana virgen. Acolchada como un flan de coco. En los pequeños intersticios de su piel, esas hendijas que se forman cuando sonríe, cuando parece decir “no sé”, o como cuando se agacha para amarrar los cordones de sus zapatos, me imagino que debe correr un tenue y dulce olor a almendras.

En el silencio oscuro de la habitación -que crece desmesuradamente por el sigilo de sus labios y la calma de su pensamiento-, lo níveo de su cuerpo puede llegar a tener destellos pequeños e intermitentes. El ritmo lento y profundo de sus movimientos, su humanidad gigante y generosa recuerda a un elefante viejo y perdido de su manada; evoca un tiempo en el que los relojes no se habían inventado y en el que el cielo se cerraba pertinaz sobre la Tierra.

Cuando decide ir al baño, lavarse las manos y volver a meterse en la cama; todo a su alrededor parece empequeñecerse y titilar débilmente; como si las duelas, los cuadros, las chapas de las puertas temblaran ante un viento poderoso y amable.

Al verle regresar, una sombra grande crece sobre la cama, como un eclipse solar atávico y solemne. La ensoñación vence ya y saltan sobre mí miles de liliputienses que me someten contra el colchón, con largos y delgadísimos hilos de viento. Yo, perdido sin tregua, horrorizado por la oscuridad que trepa inclemente sobre la cama y lo engulle todo, empiezo a reír de mi suerte, a succionar el poco aire que queda disponible en la habitación, espantado ante el terremoto gentil de sus pisadas.

Bajo mis párpados cerrados, se traza una línea azul y delgada que me señala la división entre la nieve de su piel y la melaza de mi carne; entre este violento deseo que tengo por devorar los débiles vellos que cubren su cuello y la paz única que me otorgan la soledad y su ausencia. Sin embargo, el rumor de las sábanas que intentan cubrirlo, borra cualquier resquicio de cordura.

Este gran artefacto humano, esta mole de bondad, dulzura y silencio, blanca y cansada, empieza a entrar en la cama. En un intento inútil por aparejar su peso y el quejido de las tablas y los goznes, Dumar revuelve lenta y metódicamente las puntas de tela que escapan victoriosas a su piel, a su magnificencia. Revuelve también con ellas, en un espiral melifluo y anodino, el desorden de su pensamiento: la gigantesca sala de espera en la que conviven condóminos sus recuerdos, sus deseos y sus miedos para, de un zarpazo inequívoco, mandar por los aires el ejército de enanos que me aprisionaron y emprendían el ataque contra él.

Yo decido abrir los ojos y confundir la realidad con el ensueño. De nada me ha servido parapetarme en la delgada piel de mis párpados; la gran mancha de oscuridad y frío tibio que Dumar ha instalado en la cama es tan grande y maravillosa que en ella todo miedo es certeza y todo principio es remate.

sábado, 24 de abril de 2010

café austria

La mía era una soledad soterrada, hipócrita. Se escondía, lasciva y ladina, entre los afectos de mis amigos, de mis amantes. Lasciva y ladina, corroía la calma y el silencio, cocinando a fuego lento un mejunje de rencor y amargura.
Así que cuando la enfrenté cara a cara, en este café en el que a nadie espero, pude darle la bienvenida y abrazarla con cariño, para que dejara de esconderse y de odiarme. Para que entendiera que la he amado desde siempre.

Santa Ana de los Cuatro Ríos de Cuenca, 9 de Abril 2010

lunes, 1 de febrero de 2010

We are the real countries, III

Una tierra sin mapas
una tierra sin lugares, sin distancias,
sin tiempo ni calles estrechas.
un espacio
un silencio
un desierto.
he muerto del color de mi garganta
he cubierto mi cuerpo
mi cabeza y mi boca.

We are the real countries, II

Creo que he perdido
Creo haber perdido
Creo perder, en cada paso,
En cada abrazo, en cada lugar.
He perdido, digo
Pero cada cosa que he tenido,
La he tenido solo para luego perderla.

domingo, 3 de enero de 2010

St. Mark's Place

Las uñas de Katy se ven moradas, tan moradas que pareciera las hubiera cubierto con tres capas de esmalte, y piensa que este frío inclemente podría ahorrarle el presupuesto de la manicura. Se pone los guantes y mete las manos en los bolsillos de su abrigo.
En el fondo del izquierdo siente el papel crocante de una barra de chocolate a medio comer. Piensa en lo bien que le sentaría terminarla, pero el viento helado le hace cambiar de opinión.
La esquina de Calle Siete y Segunda Avenida está parcialmente cubierta de nieve, y cruzar la calle significa saltar el charco negro de nieve derretida o caminar hasta la siguiente esquina. Las dos opciones son terroríficas.
El viento ulula entre las ramas de los árboles y miles de pequeños copos de nieve vuelan en él. Es como si alguien hubiera soplado las cenizas de una hoguera muerta. Así que cerrar los ojos es también otra acción por tomar. Cerrar los ojos y caminar hasta la siguiente esquina. El viento. La nieve ceniza. El hielo de la muerte que recorre Nueva York de arriba abajo.