La piel de Dumar es blanca, amplia y acolchada. Blanca como una pared de hospital recién pintada. Amplia como una sabana virgen. Acolchada como un flan de coco. En los pequeños intersticios de su piel, esas hendijas que se forman cuando sonríe, cuando parece decir “no sé”, o como cuando se agacha para amarrar los cordones de sus zapatos, me imagino que debe correr un tenue y dulce olor a almendras.
En el silencio oscuro de la habitación -que crece desmesuradamente por el sigilo de sus labios y la calma de su pensamiento-, lo níveo de su cuerpo puede llegar a tener destellos pequeños e intermitentes. El ritmo lento y profundo de sus movimientos, su humanidad gigante y generosa recuerda a un elefante viejo y perdido de su manada; evoca un tiempo en el que los relojes no se habían inventado y en el que el cielo se cerraba pertinaz sobre la Tierra.
Cuando decide ir al baño, lavarse las manos y volver a meterse en la cama; todo a su alrededor parece empequeñecerse y titilar débilmente; como si las duelas, los cuadros, las chapas de las puertas temblaran ante un viento poderoso y amable.
Al verle regresar, una sombra grande crece sobre la cama, como un eclipse solar atávico y solemne. La ensoñación vence ya y saltan sobre mí miles de liliputienses que me someten contra el colchón, con largos y delgadísimos hilos de viento. Yo, perdido sin tregua, horrorizado por la oscuridad que trepa inclemente sobre la cama y lo engulle todo, empiezo a reír de mi suerte, a succionar el poco aire que queda disponible en la habitación, espantado ante el terremoto gentil de sus pisadas.
Bajo mis párpados cerrados, se traza una línea azul y delgada que me señala la división entre la nieve de su piel y la melaza de mi carne; entre este violento deseo que tengo por devorar los débiles vellos que cubren su cuello y la paz única que me otorgan la soledad y su ausencia. Sin embargo, el rumor de las sábanas que intentan cubrirlo, borra cualquier resquicio de cordura.
Este gran artefacto humano, esta mole de bondad, dulzura y silencio, blanca y cansada, empieza a entrar en la cama. En un intento inútil por aparejar su peso y el quejido de las tablas y los goznes, Dumar revuelve lenta y metódicamente las puntas de tela que escapan victoriosas a su piel, a su magnificencia. Revuelve también con ellas, en un espiral melifluo y anodino, el desorden de su pensamiento: la gigantesca sala de espera en la que conviven condóminos sus recuerdos, sus deseos y sus miedos para, de un zarpazo inequívoco, mandar por los aires el ejército de enanos que me aprisionaron y emprendían el ataque contra él.
Yo decido abrir los ojos y confundir la realidad con el ensueño. De nada me ha servido parapetarme en la delgada piel de mis párpados; la gran mancha de oscuridad y frío tibio que Dumar ha instalado en la cama es tan grande y maravillosa que en ella todo miedo es certeza y todo principio es remate.
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