La banderilla roja del anuncio de la barbería, junto al semáforo, es lo último que alcanza a ver. Dos segundos antes –tal vez haya sido solo uno- pensaba en que una buena afeitada tradicional: toalla hirviendo, crema batida, brocha y cuchilla afilada en cuero, le vendría bien. Le haría sentirse limpio, fresco, quizá más joven. Y que quizá esa sensación fresca, andrógina, le abrazaría el resto del cuerpo.
Pero ahora no logra ver nada claramente. Pasan frente a sus ojos, en una insonora banda de imágenes, un banco de cuchillas de vidrio, una rueda de volante negra, metros y metros de asfalto, una gran bolsa blanca de aire. En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, en la que todo es posible: la vida, la muerte, el amor, la nada y el paraíso, se pregunta una y otra vez cómo es que la luz pinta de colores los trocitos de vidrio que se le incrustan, dulces y decididos, en las pupilas.
En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, recuerda la última línea de su carta astral: “Tercera edad larga, pacífica, acompañada”, y sonríe. Sonríe ante la oscuridad que se cierra sobre su cabeza.
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