De los dos espejos que cuelgan en la pared de la habitación, prefiere el que parece más viejo y benévolo. Debe indiscutiblemente ser el más viejo: las aristas brillantes y pulidas de cobre repujado que son el marco del otro espejo hacen que su filo de madera sin brillo, y con pequeñas manchas oscuras, se sienta familiar y amable, casi maternal.
Así que decide mirarse en él. Lo que ve es el reflejo de una mirada atónita, con más años que los reconocidos, con más dudas que las permitidas. Eso le gusta. No hay ninguna lógica ni ninguna consecuencia en lo que ve.
Afuera, la luz del día se acaba. Empiezan a bajar las sombras baladíes del atardecer, y algunos pájaros estúpidos le pían a este amanecer travestido. El humo de los buses sube por encima de los tejados. Las rodillas de los viejos empiezan a doler.
Se cubre un ojo con la palma de la mano. Alcanza a ver media cara que se vuelve pedazos de formas ensombrecidas. Intenta una sonrisa, le duelen las comisuras de los labios y desiste de la idea. Decide no encender la luz. Cierra la cortina y la habitación se sume en contornos de silencio y espacios de luz anémica, empobrecida, decadente.
Se acuesta, sin dejar de cubrir la mitad de la cara con una mano. Resuelve que mañana, bien temprano, descolgará ambos espejos y los echará a la basura.
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