Las voces del patio se van silenciando. Supone que eran niños. O adultos en actos delictivos. Supone que huyeron despacio, de puntillas, para dejar tras de si las evidencias de la felonía.
Ahora solo se escucha el agua de la manguera corriendo. Un chorro suave, calentito, que brota del borde de bronce y se expande sobre el pasto, empapando la tierra, despertando el olor maravilloso del lodo.
Quisiera bajar los cuatro pisos, rodear el edificio y acostarse junto al chorro de agua, suave, calentito, para sentir en la nariz la tierra mojada y la calma del agua. Se imagina quedarse ahí, sobre el pasto, hasta el día siguiente, mirando el cielo, el pedazo de cielo negro que aparece entre los tres edificios que crecen infinitos sobre la noche. Pero se muere del miedo. Se muere del miedo.
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