De los dos espejos que cuelgan en la pared de la habitación, prefiere el que parece más viejo y benévolo. Debe indiscutiblemente ser el más viejo: las aristas brillantes y pulidas de cobre repujado que son el marco del otro espejo hacen que su filo de madera sin brillo, y con pequeñas manchas oscuras, se sienta familiar y amable, casi maternal.
Así que decide mirarse en él. Lo que ve es el reflejo de una mirada atónita, con más años que los reconocidos, con más dudas que las permitidas. Eso le gusta. No hay ninguna lógica ni ninguna consecuencia en lo que ve.
Afuera, la luz del día se acaba. Empiezan a bajar las sombras baladíes del atardecer, y algunos pájaros estúpidos le pían a este amanecer travestido. El humo de los buses sube por encima de los tejados. Las rodillas de los viejos empiezan a doler.
Se cubre un ojo con la palma de la mano. Alcanza a ver media cara que se vuelve pedazos de formas ensombrecidas. Intenta una sonrisa, le duelen las comisuras de los labios y desiste de la idea. Decide no encender la luz. Cierra la cortina y la habitación se sume en contornos de silencio y espacios de luz anémica, empobrecida, decadente.
Se acuesta, sin dejar de cubrir la mitad de la cara con una mano. Resuelve que mañana, bien temprano, descolgará ambos espejos y los echará a la basura.
martes, 28 de septiembre de 2010
domingo, 19 de septiembre de 2010
Lo último que alcanza a ver
La banderilla roja del anuncio de la barbería, junto al semáforo, es lo último que alcanza a ver. Dos segundos antes –tal vez haya sido solo uno- pensaba en que una buena afeitada tradicional: toalla hirviendo, crema batida, brocha y cuchilla afilada en cuero, le vendría bien. Le haría sentirse limpio, fresco, quizá más joven. Y que quizá esa sensación fresca, andrógina, le abrazaría el resto del cuerpo.
Pero ahora no logra ver nada claramente. Pasan frente a sus ojos, en una insonora banda de imágenes, un banco de cuchillas de vidrio, una rueda de volante negra, metros y metros de asfalto, una gran bolsa blanca de aire. En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, en la que todo es posible: la vida, la muerte, el amor, la nada y el paraíso, se pregunta una y otra vez cómo es que la luz pinta de colores los trocitos de vidrio que se le incrustan, dulces y decididos, en las pupilas.
En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, recuerda la última línea de su carta astral: “Tercera edad larga, pacífica, acompañada”, y sonríe. Sonríe ante la oscuridad que se cierra sobre su cabeza.
Pero ahora no logra ver nada claramente. Pasan frente a sus ojos, en una insonora banda de imágenes, un banco de cuchillas de vidrio, una rueda de volante negra, metros y metros de asfalto, una gran bolsa blanca de aire. En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, en la que todo es posible: la vida, la muerte, el amor, la nada y el paraíso, se pregunta una y otra vez cómo es que la luz pinta de colores los trocitos de vidrio que se le incrustan, dulces y decididos, en las pupilas.
En esa fracción absurda y maravillosa del tiempo, recuerda la última línea de su carta astral: “Tercera edad larga, pacífica, acompañada”, y sonríe. Sonríe ante la oscuridad que se cierra sobre su cabeza.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
Se muere del miedo
Las voces del patio se van silenciando. Supone que eran niños. O adultos en actos delictivos. Supone que huyeron despacio, de puntillas, para dejar tras de si las evidencias de la felonía.
Ahora solo se escucha el agua de la manguera corriendo. Un chorro suave, calentito, que brota del borde de bronce y se expande sobre el pasto, empapando la tierra, despertando el olor maravilloso del lodo.
Quisiera bajar los cuatro pisos, rodear el edificio y acostarse junto al chorro de agua, suave, calentito, para sentir en la nariz la tierra mojada y la calma del agua. Se imagina quedarse ahí, sobre el pasto, hasta el día siguiente, mirando el cielo, el pedazo de cielo negro que aparece entre los tres edificios que crecen infinitos sobre la noche. Pero se muere del miedo. Se muere del miedo.
Ahora solo se escucha el agua de la manguera corriendo. Un chorro suave, calentito, que brota del borde de bronce y se expande sobre el pasto, empapando la tierra, despertando el olor maravilloso del lodo.
Quisiera bajar los cuatro pisos, rodear el edificio y acostarse junto al chorro de agua, suave, calentito, para sentir en la nariz la tierra mojada y la calma del agua. Se imagina quedarse ahí, sobre el pasto, hasta el día siguiente, mirando el cielo, el pedazo de cielo negro que aparece entre los tres edificios que crecen infinitos sobre la noche. Pero se muere del miedo. Se muere del miedo.
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