Dejar de correr.
Dejar de mirar hacia atrás
y soltar tres disparos en su pecho.
Dejar que el olor de la pólvora
se esparza sobre la camisa
y lo cubra con un silencio
moteado de orgullo.
Empezar a caminar
otra vez, sin devolver
la mirada ni suspirar,
con pies de plomo y una
sonrisa en la espalda.
Pensar en su cara, toda cubierta
de sangre y de paz,
imaginar que Magdalena me
regala sus manos y sus óleos
para lavarla entera
y redimirla del miedo.
Encontrar entonces otra vez
su boca de grillo, sus cejas de cielo,
su frente estrecha
y besarlo despacio,
como a un huérfano.
Pedirle perdón
por el desorden y levantarlo
con ambas manos.
Ayudarle a caminar, a recobrar
el paso y sostenerlo por la cintura,
avanzando a sus fuerzas.
Conversar un poco del tiempo,
del color de las luciérnagas que
han empezado a seguirnos,
recordarle cuánto lo amo y
pagarle con monedas
por su tiempo.
Ponerle una zancadilla,
verlo caer como un fardo
y golpear el suelo
en seco.
Patearle la cabeza
tres veces, arrodillarme y
abofetearlo tres más.
Rastrillar el arma
y dispararle tres más,
por entre la sal de las lágrimas.
Besarlo, besarlo, besarlo
por última y maldita vez.
domingo, 15 de julio de 2007
3 disparos en el pecho
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