lunes, 16 de noviembre de 2009

¿Por qué odiamos a los bailarines?

¿Por qué odiamos y / o amamos a los bailarines?
(Publicado en Mundo Diners, Diciembre 2008)
Ernesto Ortiz

Un amigo me dijo un día: “Yo odio a los bailarines. Todos son flacos, sexys y parecen inteligentes. Aunque es obvio que no lo son; adoran sudar como caballos y que les griten como a mulas… pero quisiera verme como ellos”. Yo le dije: “Todo lo que hacen para verse así es un crimen, un suplicio, y a la larga una ridiculez…”

Pero no es en realidad tanto de crimen, ni tanto de suplicio. La verdad es que muchos de ellos disfrutan denodada y diligentemente la privación, el hambre y el sufrimiento, tanto como disfrutan verse bien, lucir bien: la mentalidad de un bailarín es mucho más enrarecida y alucinada que la de cualquier ser humano.

Así pues, escribir sobre los bailarines o, peor aún, tratar de entenderlos puede resultar una tarea tediosa, extenuante y, para empeorar, infructuosa. Mas –y he aquí el sesgo divertido de tan poco halagüeña tarea-, los bailarines están llenos de ideas extrañas y absurdas. Ideas que los convierten en raros especímenes sociales y, a ratos, en parias de su propia vanidad. Están llenos de neurosis extravagantes o miedos irracionales: perder definitivamente la memoria en mitad de una presentación, cumplir la treintena antes de haber interpretado un solo, desarrollar mucho placer por comer.

Los bailarines son seres que aparentan una humanidad superior, de desproporcionada gracia y belleza distante; que hacen sentir a los demás siempre torpes y obesos; cuyo entendimiento y aprehensión sensible del mundo los vuelve iluminados. Pero pregunto: ¿es alguien iluminado cuando cree que las piernas ideales deben empezar en el tórax, que la columna debe ser un resorte hidráulico, que un arabesque frente a una ventana es una imagen verdaderamente poética, y que estar sempiternamente deprimido es el único camino hacia la creación? …Bah.

Aquella extraña, ¿envidiable? raza
(O, de cómo los reconocemos)

Un bailarín, sin importar su sexo, edad o inclinación política, siempre camina erguido. Tan erguido y digno que su mirada se pierde en lontananza, como si estuviera acudiendo al llamado de un dios particular, en pos de una noble misión, aunque vaya a comprar el pan y la leche.
Un bailarín jamás sonríe cuando es presentado a alguien desconocido. Le observa, mide y clasifica para, solo entonces, ofrecer su magnánima, desconcertante sonrisa y su inaudible saludo.
Un bailarín casi siempre está acompañado de otros bailarines, y la atmósfera que generan a su alrededor es impenetrable, elevada y misteriosamente armónica.
Un bailarín nunca grita, se descompone en público o pierde la cordura… a menos claro, que esté en el otro extremo de su bipolar persona, y arme una escena de proporciones fabulosas porque el mesero le sirvió un latte con leche no deslactosada.
Un bailarín siempre llega a una función de teatro, ópera, música de cámara; a una cena familiar, un picnic de amigos; o al bautizo de su sobrina, vistiendo como si llegara a la premiación de sus cuarenta años de carrera artística; aunque no logre cumplir ni quince como corista.
Un bailarín está (y se siente) fuera de lugar en cualquier ambiente común, en una calle, en un supermercado, en un parque; y como tal, su presencia es distinta: puede estar absolutamente estático y con aquella mirada mística y perdida. O, dado el caso, haciendo la cola para pagar, mientras se mueve lenta y bizarramente: se estira, se contorsiona, respira profundamente. Al llegar a la caja, no sabe qué está haciendo ahí.
Un bailarín no chifla para parar un bus, lo detiene con un delicado port de bras, mientras el chofer sigue de largo.
Un bailarín siempre está delgado. Sus cuerpos son gráciles y se mueven con mesura y efectivamente… sin importar inclinación política, sexo o edad, todos están siempre convencidos de estar gordos.

Sobreviviendo entre ellos
(y a pesar de ellos)

Para el común de los mortales, una fiesta o cualquier tipo de reunión social, es un lugar en el que los temas de conversación varían, fluctúan y/o desaparecen. Para los bailarines, el único tema de conversación es la danza. Entonces, para entablar una charla con ellos, uno debe dejar de lado cualquier otro tema que no sea aquel. Uno debe estar en contacto con su espiritualidad y el cosmos, uno debe entender las proporciones de la importancia de la danza en la formación del inconsciente social y sus injerencias en el devenir histórico mundial. Pero –y entonces viene la parte más complicada del asunto- uno debe también tener la pericia para saltar de tan importante cuestión, a temas prosaicos y humanos como el feng shui, las bebidas energizantes o la canonización de Narcisa de Jesús .

En resumen, uno debe ser un malabarista de los temas y las emociones; porque cuando ellos hablan, conversan y tertulian lo hacen de la manera más caótica posible, en sus temas y en sus emociones: exhilarantes en un momento, y depresivos totales en otros. Uno debe, además, entender que esa montaña rusa emocional es simplemente una expresión genuina de sus almas artísticas y de su potencial creador… aunque, dos minutos más tarde, te aseguren que la danza es un sinsentido, una aberración de las artes, un clavo oxidado en sus pies; y que si hubieran elegido mejor, serían plomeros u ortodoncistas, o las dos cosas.

De esta suerte, la pareja sentimental de un bailarín o bailarina es una especie en extinción. En extinción porque la dupla de un ser iluminado y artísticamente sensible, desaparece ante tal luminosidad, ante tal brillo y talento desperdigados sobre cada una de las acciones cotidianas de la vida en pareja; ante la insospechada fragosidad que suponen los sutiles razonamientos de un bailarín… ¿Cómo puede un ser humano común entender que 120 libras es considerado sobre peso en una mujer de 28 años?; o ¿cómo se puede entender la imperiosa necesidad de entrenar y ensayar sin descanso, incluso durante los fines de semana, las vacaciones normales, las mañanas, las tardes y las noches?...

El concepto de disciplina y obediencia en un bailarín o una bailarina cobra niveles insospechados, cuando se trata de su trabajo. Ambas son el fin ulterior de sus vidas: solo un bailarín puede soportar, con buena cara y agradecidas maneras, que alguien mal llamado “el coreógrafo” o “el maestro” le insulte, le humille públicamente y le diga cuán inútil es. Todo esto sin dejar de creer que las falacias del genio, el talento y la originalidad en el arte son verdaderas luces que guían su camino y sus pasos. Sin dejar de pensar que su trabajo es lo único excepcional, y que el de los demás es una copia vil y de mal gusto.

Hay que saber, también, que es desde su tan amplia y educada visión corporal, desde donde ellos corrigen la postura de todas las personas que conocen; y pueden llegar a prorrumpir con toda una charla acerca de la alineación vertebral, cuando alguien comete el error de decir frente a ellos: “me duele la espalda”. No es sino con conocimiento de causa y auténticas buenas intenciones que enseñarían –si el tiempo y la gente se los permitieran- a todos los que pasan por sus vidas a pararse, sentarse y caminar bien… siempre y cuando, claro, ellos estén bien de sus lumbalgia o de sus lesiones de rodilla.

Así que cuando uno tiene la suerte (y digo suerte porque pretendo escribir esto optimistamente) de vivir entre bailarines, o de pertenecer a su selecto círculo social, debe estar dispuesto a expandir sin pausa sus límites mentales y físicos. Uno debe entender que la fortuna nos ha colocado en tal posición y que estar acompañado de uno de ellos, solo puede ser un motivo de agradecimiento a la vida. Por tal razón, y con mucho miedo a equivocarme, puedo decir que quedan dos opciones frente a las apabullantes belleza, gracia, estilo y esplendidez con las que ellos llenan nuestras opacas vidas: amarlos u odiarlos.

Para amarlos uno debe rendirse ante la belleza de sus almas y de sus cuerpos, admirándolos sin tapujos y reconociendo nuestra inferioridad como parte consustancial de su superioridad. Sencillo, fácil y rápido, dos puntos… aburrido.

Para odiarlos (y gozar como vírgenes desfloradas) uno debe caminar de largo cuando ellos brillan por sobre nuestras cabezas, sin notarlos siquiera, como a políticos en campaña. O aplastarlos como mariposas contra la dura realidad, demostrándoles que:
- Cuando un bailarín camina erguido y con mirada trascendental es porque si cambia de postura le duele la espalda; y porque tiene miedo de ver su reflejo en las vidrieras,
- Cuando un bailarín no sonríe amablemente al ser presentado a alguien, es porque no sabe muy bien qué decir, si se entabla una conversación cuyo tema no sea la danza; y porque su sonrisa no es expresión de júbilo o bienestar, sino solo un mohín aprendido para recibir los aplausos,
- Cuando un bailarín está junto a otros bailarines y crean una barrera entre ellos y el mundo, es porque prefieren la burbuja incólume de sus chismorreos, auto indulgencias y mentiras coloridas, a la realidad bicolor y dolorosa que, ingenuamente, creen es el mundo fuera de la escena,
- Cuando un bailarín se viste de manera estrafalaria y afectada, es porque no está tan seguro de tener un cuerpo envidiablemente perfecto. Un cuerpo que lo mantenga en un plano ambiguo y enigmático, que lo defienda de su propia fruslería y soledad,
- Si un bailarín siempre se mueve en el cotidiano, con gracia y como si estuviera interpretando una danza espectacular, es porque ha perdido la costumbre y la destreza para estar relajado, ser sencillamente feliz y disfrutar de la comodidad y la belleza de ser torpes.

Amarlos u odiarlos son solo dos opciones. Una pobre oferta de mi parte. Pero, soy bailarín y me encanta entender el mundo desde esas dualidades: el amor y el odio, la belleza y la fealdad, la realidad y la fantasía, el valor y el miedo, el gozo y el sufrimiento. Me gusta además, no tomarme la vida muy en serio, robarme frases de otros, esculcar mis vergüenzas y las ajenas, beber un shot de whisky antes de salir a escena, hablar mal del prójimo… y me gusta, obvio es, bailar. Bailar y sufrir gratuitamente; porque bailar es, aparte del placer más grande que conozco y la profesión más mal pagada del mundo, una forma un tanto estúpida e inane de vivir la vida: nadie se muere, absolutamente nadie, si no lo hago. Solamente yo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

ME SENTI EN ALGUNAS MUY IDENTIFICADO Y EN OTRAS MUY AGREDIDO, PERO ES UNA MUY AMPLIA Y LINDA VISION DE ESTA MALDITA COSA A LA QUE LLAMAN DANZA :)

Anónimo dijo...

ME SENTI EN ALGUNAS MUY IDENTIFICADO Y EN OTRAS MUY AGREDIDO, PERO ES UNA MUY AMPLIA Y LINDA VISION DE ESTA MALDITA COSA A LA QUE LLAMAN DANZA :)

Unknown dijo...

tambien me senti identifica con unas cosas pero hay unos puntos dev ista con l0s que no me senti muy comoda y me parecieron, estupidosn y de mal gusto. pero me gusta ver estos dos puntos de vista entre el amor y el odio lo que yo tradusco como la admiracion y la envidia,(admiracion por parte de las personas que reconicen el bello arte de la danza y reconocen el trabajo y la pasion que tenemos los bailariones en nuestro mundo- y de otro lado la envidia de las personas que fracasan con bailarines y son egoistas en no reconcer el talento de los demas, por que ellos mismos tiene esa frustracion) gracias me parecio muy profunda tu reflexion!
http://www.youtube.com/watch?v=IcrbM1l_BoI

Unknown dijo...
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