Él, al otro lado de la mesa, parlotea, gesticula, suspira, sonríe y vuelve a parlotear. Él, perdido en el marasmo inútil de los recuerdos, intenta reconstruir una historia, una idea, una emoción -traspapeladas ya para siempre- con el único propósito de conseguir que ella siga escuchando.
Así que ella, conmovida un poco por ese loco afán que tiene él de no perder su atención, de parecerle alguien con algo para contar, alguien que amén de buenas maneras, parezca articulado y elocuente, sonríe y asiente. Ella sonríe y escucha devotamente, esperanzada en que su devoción al oírle divagar le devuelva algo de calma y le obligue a callarse.
Él confunde las personas, los detalles y los lugares. Hay dos o tres pedazos de la historia que podrían hilarse de alguna manera. El resto es solo un tumulto de imágenes, atmósferas y chasquidos de la memoria que brotan de su boca, desarrapados, inermes, fortuitos.
Así que ella, muerta de la tristeza y de la compasión le toma de las manos, cierra dulcemente los ojos y le pide que se calle.