No lo miro a los ojos. Trato de mirar siempre en otra dirección; sus rodillas, sus dedos, la mancha café en la pared que aparece y desaparece cada vez que él se mueve.
No lo miro a los ojos. El índice de su mano izquierda recorre lentamente la línea de mi cuello, su mano derecha sostiene mi muñeca izquierda, y allí en la presión que vuelve rosados mis dedos, concentro mi atención.
Escucho el aire entrando por su nariz, escucho también cuando sale más lentamente que al inhalarlo, y trato de escuchar mi propia respiración. Pero no lo consigo.
No lo miro a los ojos. Su índice izquierdo sigue recorriendo la línea absurdamente frágil y desproporcionada de mi cuello. Sube y baja lentamente, y no hace más que esto.
En los blancos nudillos de su mano, se dibujan rotundas tres colinas pequeñísimas. Tres colinas que oscilan mientras presiona mi muñeca. De esas tres colinas, una mezcla de café y jabón emana suave y constante. Se mete por mis fosas, me obliga a respirar más despacio, a cerrar los ojos, y no querer volver a abrirlos nunca.
No lo miro a los ojos, pero lo escucho claramente. Escucho la pausa en sus palabras, el golpe de sus suelas contra el piso, el desorden de su pelo. Y pienso en lo que puede suceder cuando se haya ido.
Cuando se haya ido, habrá un pequeño hundimiento en el colchón, arrugas largas y hermosas sobre las sábanas, un poco de sol que entra desde la parte alta de la ventana. Habrá un chirrido acompasado y leve, que los goznes de la puerta cantan cuando está entornada. Habrá marcas de agua fresca en el piso, que el gato beberá despacio y con los ojos cerrados, luego de haberme mirado desde la puerta, olfateado el ambiente y entrado como pidiendo permiso para hacerlo.
Habrá bellísimas partículas de polvo bailando en esa luz que calienta un pedazo de la cama, e imaginaré que entre ellas estoy yo aún sin aliento y con la cara lívida. También habrá sobre mi cabeza una espada pendiendo del techo, tres colibríes que aletean descarados y macabros; y un silencio gigantesco, abominable y despiadado rondando por toda la habitación.
Ese silencio gigantesco, abominable y despiadado empezará a sobrevolar todos los muebles, ropas, libros y trastos en el cuarto. Crecerá aún más y me aplastará la cara como una almohada de cuatro quintales. Yo, cuan largo y delgado soy, me hundiré para siempre en la dulce línea que la duda me ofrece desde la oscuridad. En ella andaré perdido, caminando sin zapatos, sin camisa, sin ojos ni ideas. En ella esperaré inútilmente a que el gato maúlle, las partículas de polvo caigan o los goznes de la puerta revienten. Pero, obviamente, nunca tendré esa suerte, y una vez más moriré con las manos atadas a la espalda, amordazado y sediento de certezas.
Así que decido mirarlo a los ojos. Directa y abiertamente. No más manchas en la pared, no más rodillas, dedos, ni nudillos. Sólo sus meros ojos.
En ellos se asientan inexpugnables dos cuervos espléndidos. Me miran de regreso con calma y concupiscencia. Sonríen, ríen y vuelven a sonreír. Cantan, en un perfecto inglés británico, una canción de cuna que me recuerda el silencio del mar. Trato de ignorarlos y de escuchar las palabras un tanto rotas que salen de la boca de él. Pero no lo consigo.
Entonces lo beso. Rodeo su cuello con un brazo y me cuelgo de sus labios por un momento. Lo beso otra vez. Y mi mano derecha se escurre entre las almohadas y encuentra la navaja de mango rojo.
Ahora siento el calor maravilloso de su sangre abrazando mis nudillos.