sábado, 28 de noviembre de 2009
el mundo no es de nadie
...yo siempre preferí escarbar los escombros de las fiestas. en ellos uno podía encontrar pequeños tesoros que se fabricaban luego del espantoso tumulto, bullicio y estropicio. los guardaba en el bolsillo, para olvidarlos, y miraba con desprecio la innecesaria huella de la gente. total, el mundo NO es de nadie.
lunes, 16 de noviembre de 2009
Artistic Statement
VISIÓN ARTÍSTICA (ARTISTIC STATEMENT)
ACERCA DEL PROCESO COREOGRÁFICO Y SUS INTERROGANTES
POR: ERNESTO ORTIZ
La pregunta primera que aparece cuando, en el marco de Diálogos 2009, intento ordenar para los demás mi proceso creativo coreográfico, es: ¿tengo acaso un proceso establecido y fijo, según el cual los elementos que constituyen el cuerpo de mis obras, adquieren un orden y un concierto que me garantiza un resultado previsto?
La verdad es que me gustaría pensar que no. Y aunque me gustaría pensar que no, no tengo la certeza de esta negativa. No la tengo porque, en el transcurso de los años y de las puestas en escena, debo haber adquirido un mínimo ritmo de hábitos y un cierto sentido, o un cierto “instinto” al que se podría llamar “oficio”.
Sin embargo, pensar que no me enfrento siempre a cada proceso con las mismas armas y herramientas es una idea tan cándida como ensoñadora; tan irreal como utópica y tan deseada como temida. Irreal y temida porque, como ya dije, en el camino se adquieren esas herramientas y de ellas nos servimos para organizar el tumulto de imágenes, recuerdos, palabras, sensaciones o deseos que articulan una obra. Y, sin las cuales, el trabajo se volvería incierto, en casos caótico y, con poca suerte, infructuoso.
Es una idea deseada intensamente, no obstante, porque me gusta creer que la creación artística es un proceso un tanto independiente de nuestra voluntad y de nuestra consciencia. Un proceso que se origina en alguna parte de nuestra memoria o de nuestro inconsciente, para convertirse en un producto, eventualmente, mostrable, factible de ser escenificado. Y porque, a pesar de valorar inmensamente la experiencia y el “oficio”, me gustaría creer que soy un canal, nada más que un conducto por medio del cual, la vida de estas obras se hace patente y real, independientemente de mi propia dirección. Y es precisamente este deseo lo que convierte a la idea en utópica, porque, en cualquier caso, cualquiera de nuestros productos va a estar necesariamente atravesado por la vida que nos ha tocado vivir, por las experiencias que hemos tenido, por la educación de nuestro gusto; en resumen por la conformación de nuestra identidad cultural y personal.
¿Dramaturgia del bailarín?
Pensar en que un sistema organizado y codificado de antemano, así como un conjunto de acciones y decisiones específicas pueden –o deberían- constituir el entramado que articula y sostiene, en primera instancia, un proceso de creación; y finalmente, un resultado escénico, es algo que, desde mi punto de vista puede o no ser cierto.
Puede ser cierto, o debería serlo, cuando ese conjunto de acciones y decisiones sustentan y articulan un proceso mediante el cual, el coreógrafo o director encuentra las interrogantes (y no necesariamente las respuestas) que le permitirán continuar el trabajo creativo, sin pretensiones innecesarias, y sin discursos absolutos y rotundos.
Tales acciones y decisiones resultan válidas cuando resuelven los enigmas que aparecen al enfrentar un proceso creativo, pero no califican definitivamente el resultado, sino que más bien plantean más posibilidades de resolución y, al mismo tiempo, más preguntas sobre el tema.
Tales acciones y decisiones son válidas cuando no representan un proceso encorsetado y rígido según el cual se pretenda resolver todas las dudas, situaciones, preguntas y acciones escénicas de la misma manera, siempre. Sino cuando esas acciones y decisiones permiten atisbar, y eventualmente reconocer y talvez aprehender, otras acciones y otras decisiones para reformular, reordenar o replantear la experiencia escénica; y cuando permiten y conducen a la reflexión acerca del hecho artístico.
Es evidente, hasta aquí, que me amedrentan terriblemente las verdades absolutas, las respuestas definitivas y los conceptos inamovibles.
Estos conceptos, verdades y respuestas, además, tienen que ver con las ideas de belleza, estética, cuerpo, danza, pensamiento, originalidad, disciplina, rigor, etc. que en la literatura que me ha correspondido analizar (“Dramaturgia del bailarín, Cazador de Mariposas”, Patricia Cardona, México 2000) se levantan como conceptos totales y únicos: “Hay dos anzuelos únicos que atrapan definitivamente la atención del espectador: la dramaturgia del bailarín ligada al lenguaje corporal y la embriaguez placentera que genera el movimiento. Uno u otro, o los dos juntos, son capaces de hacer viajar al espectador a mundos imaginarios que transforman la alquimia de su cuerpo y de su conciencia en luminosas experiencias estéticas”.
Creo que cuando una verdad como la belleza o la disciplina representan para un intérprete o un creador un dispositivo de acciones, un disparador de emociones o un gatillo que convoca a la creación, y a partir de ésta se genera un proceso creativo libre de ataduras y sostenido en la búsqueda auténtica, esta verdad puede ser asumida como tal dentro del contexto y el lugar en el que es válida.
Sin embargo, creo terriblemente peligroso el asumir que solamente existen dos anzuelos para atrapar la atención del espectador; y me resulta supremamente pretencioso querer ofrecer al público “experiencias estéticas luminosas”.
No dejo, no obstante, de creer que un proceso de creación coreográfica puede apuntar a conmover al espectador. Ese es un logro mayor. No dejo de creer que el espectador puede ser tocado por una imagen en particular, por una construcción escénica específica, o por un tipo de interpretación, sin dejar de entender que esta relación se genera a partir del ojo del espectador, a partir de su mirada y morada cultural; y de las negociaciones que éste efectúa con el producto escénico a partir de sus intereses. Pero no creo que es esto una condición inherente para validar un proceso creativo, y una propuesta escénica.
Me gusta pensar que una obra puede apelar también a mi intelecto, a mi memoria, a mi desconocimiento de las cosas, a la extrañeza que me produce el otro, al temor por ver mi reflejo, y a varias otras cosas que no representan en si y por antonomasia una experiencia estética y bella. No creo que mi trabajo como coreógrafo contemporáneo debe buscar la aprobación estética general, ni tampoco embellecer el espíritu de nadie. No estoy yo por la labor de conformar un espacio en el que la belleza y la estética –entendidas como una sublimación de las emociones y las pasiones humanas- representan un ideal ni un concepto sobre el cual engrandezco mi alma.
Me gusta pensar que mi trabajo como creador se relaciona más con descubrir cuál es mi percepción del mundo que me rodea, cómo asumo las experiencias vivenciales, cómo recreo la información que obtengo, cuáles son mis preocupaciones y mis asunciones estéticas. Éstas tareas entendidas, desde luego, como arduas y titánicas, aunque no apocalípticas.
Arduas y titánicas porque la comprensión que puedo tener del mundo, o la asunción de mis experiencias de vida, pueden resultar labores constantes, infructuosas y exhaustivas; pero que, si me mantengo alerta y atento, pueden dejar valiosas piezas de información a lo largo del camino.
No apocalípticas porque ni son concluyentes, ni son imposibles ni fatales. Así que, una vez más, confirmo mi temor y espanto ante los absolutismos, las verdades eternas y las conclusiones definitivas.
No creo, como afirma Patricia Cardona, que la dramaturgia del bailarín sea un “estado de gracia”, según el cual se puede acceder a la investigación y al descubrimiento de la investigación interdisciplinaria. No creo que un bailarín, o un coreógrafo esté destinado a entrar en estados de gracia, como si una luz divina se posara sobre su cabeza, o un maestro gurú le iniciara en el camino de la verdad, para poder atender a procesos de creación auténticos, ni para establecer un modo de trabajo o un sistema de creación que guarde un orden y un concierto que garanticen un resultado respetable y que comunique con el espectador.
No creo que el trabajo de un bailarín o el de un coreógrafo esté destinado a iluminar los caminos de las multitudes, ni a representar un faro en la larga noche neoliberal. No creo que la danza que busco hacer, esté diseñada para despertar las conciencias y para abrir los ojos del alma. No creo que me corresponde, como creador ecuatoriano contemporáneo, generar una danza telúrica y ritual, según la cual convoco a los espíritus que habitan el planeta y que avivan el fuego original, para con ellos y sus fuerzas impulsar una catarsis masiva, que me eleve en calidad de ser incorpóreo y etéreo, capaz de subyacer en la conciencia de los espectadores para convertirles en mejores personas.
No creo que mi trabajo como creador sea un portal a otras dimensiones, ni que en él se generen discursos espirituales y renovadores. Tampoco creo que mi oficio como artista represente la clave para entender la heterogeneidad de criterios, la variedad de estéticas, y la gran vastedad que conforman la cultura ecuatoriana. Creo que mi trabajo es nada más que una mirada sesgada y personal del mundo que me ha tocado vivir, y en el que espero seguir encontrando motivaciones.
Así que una dramaturgia del bailarín, entendida como un sistema organizado y codificado de antemano, un conjunto de acciones y decisiones específicas puede no ser la única manera de acceder a procesos creativos.
En lo que sí creo
Sin pretender especificar definitivamente lo que entiendo y asumo, en este momento de mi carrera, como mi sistema de creación, me parece más interesante enlistar las cosas y las ideas en las que, de momento, creo me resultan válidas y me provocan impulsos creativos.
Creo en una danza activa, viva y movible. Una danza que desentierra las raíces que han sostenido los procesos y los productos hasta ahora validados en las artes escénicas ecuatorianas, para recodificar, reencontrar y/o reestructurar las construcciones y los juegos estéticos que conforman nuestro imaginario colectivo.
Creo en una danza que se construye sobre criterios estéticos tan amplios como profundos, cuya amplitud no es sinónimo de ligereza ni de frugalidad. Sino, por el contrario, es sinónimo de investigación y consideración exhaustivas.
Creo en una danza auténtica, en el sentido de honestidad creativa. Ésta entendida como producto de un proceso según el cual el origen y ordenamiento de sus componentes, para conformar un discurso estético particular, se efectúa sobre la base del trabajo, la reflexión y la toma de decisiones coherentes con la propuesta original, el momento creativo del autor y las realidades de sus intérpretes.
Creo en una danza efectuada por bailarines y cuerpos humanos, activos, vivos y presentes. No creo en una danza hecha por cuerpos únicamente efectivos, saludables y productivos: todos conceptos de la modernidad y de un sistema industrial y productor, que no me corresponde ni histórica, ni culturalmente. Creo en una danza hecha por cuerpos propios y asumidos. Cuerpos que, sin dejar de estar entrenados y listos para cualquier reto físico, no dejan de asumir y entender sus limitaciones, sus carencias y su anatomía, para comprenderlas y trabajar desde y hacia ellas.
Creo en una danza apasionada, intensa y barroca, sin negar ni implicar invalidez a los momentos en los que esa pasión, intensidad y barroquismo, dan paso a sus talvez opuestos: la muerte, el misterio, el silencio, la quietud. Creo en una danza que no niega, sino que por el contrario incluye.
Creo en una danza de discurso polisémico. Una danza que, correspondiente con la contemporaneidad, permite lecturas desde el espectador, desde su propia mirada y que asume esa diversidad de interpretación como un proceso de retroalimentación y enriquecimiento. No creo en una danza que defina y resuelva las interrogantes que el discurso genera, de manera absoluta y categórica, sino que abra las posibilidades para una reinterpretación constante y un análisis que va más allá de lo evidente y lo meramente intencional.
Creo en una danza interdisciplinaria, una danza que asume las ventajas de la variedad de discursos disciplinarios, y que incluye consciente y articuladamente, tales disciplinas, para favorecer la polisemia del discurso.
Creo en una danza que no se preocupa únicamente por traducir en movimiento las preocupaciones que ocupan al coreógrafo, para generar un alegato dancístico, sino que ordena esas preocupaciones en una propuesta escénica codificada, según la cual el espectador entiende tales códigos, para traducirlos de acuerdo su realidad e interés.
Creo en una danza que no se autocalifique de original o única, sino cuando los procesos y los temas que ocupan al coreógrafo son los que le corresponden, de acuerdo a su momento creativo, a las interpretaciones que hace de esos temas y al tiempo e intensidad de trabajo que éstos le generen.
Creo en una danza que de cuenta de un proceso específico, en un momento específico, efectuada bajo unas premisas específicas y unos cuerpos específicos, sin que esa especificidad tipifique invariablemente el discurso que se genera.
De mis intereses como coreógrafo
Cuando enfrento un proceso creativo, intento que las imágenes e ideas que enriquecen el tema a tratar, fluyan desmesuradas y libres en mi cabeza y en la sala de ensayo. Esas imágenes se suceden libres y aleatorias, sin un preciso orden ni jerarquía, y eventualmente se organizan en una narrativa particular.
Es ese tipo de proceso el que prefiero, uno en el que las imágenes almacenadas en nuestra poco confiable memoria, dejan una huella; y talvez uno luego logra descifrar –si se tiene suerte- las intrincaciones que éstas suponen.
En los últimos seis años, los temas que he estado interesado en tratar coreográficamente han sido la fragilidad del cuerpo humano y su particular poética.
Esta fragilidad entendida no como debilidad per se, sino como imposibilidad de ejecución, como incapacidad inducida en tal cuerpo, por la inexorabilidad de la situación, de la escena: es decir de las circunstancias en las que ese cuerpo se inscribe.
Al momento de pensarlo, he buscado siempre en las imposibilidades del cuerpo, el material principal para la investigación y la propuesta escénica.
Es ante esa inexorabilidad, ante ese sino, ante esas circunstancias fatales, en las que el cuerpo que he buscado deviene frágil, impedido. Esta fragilidad es entonces producto de una lucha desproporcionada del cuerpo (vivo, enfermo o muerto) ante esos factores exógenos fatales, inevitables.
La poética -y los lenguajes- que genera este cuerpo impedido parcial o totalmente, y que se aferra y convive simbióticamente con su entorno adverso, me ha atraído sobremanera. El efecto no físico producto de esas circunstancias; entiéndase los procesos internos (psicológicos, ¿espirituales?) de ese cuerpo en desventaja, también pintó matices y generó olores.
De ahí que me resultara particularmente atractivo el contar historias o, más bien, el generar una atmósfera que imprima en el espectador una idea de fragilidad intensa.
En “Voraz Silencio”, la penúltima obra coreografiada y que cierra de alguna manera un ciclo como creador, me pregunté si es mi cuerpo aquello que me identifica como yo, o más bien algo que deviene patente escénicamente, cuando reordeno las partituras de obras anteriores para condensar esa información anterior, esas imágenes, movimientos y escenas anteriores que han terminado por construir un tipo de cuerpo específico en la escena, y sus negociaciones con ella.
Al mismo tiempo, me pregunté cuál era la necesidad de cerrar un ciclo, cuál la necesidad de terminar una historia y cuál la necesidad de hacerlo no solo como coreógrafo sino como intérprete. Esto provocó un sinfín de dificultades, y de dudas aún no resueltas.
Así que fijar una secuencia de movimientos, imágenes, silencios y sonidos -además de la palabra- me resultó una incógnita más que cualquier otra cosa. Por otra parte, coreografiar e interpretar fue en verdad agotador; sobre todo porque perdía entonces el ojo externo, la mirada del otro, del que juzga y elige, del que analiza y decide. El resultado es pues uno que sigo cuestionando y tratando de entender.
No fue fácil perder el control, dejar de caminar por terreno seguro y conocido; pero cuando logré relajarme –muy, muy al final- lo disfruté como nunca y aparecieron en mí los cuerpos de los padres, de los amantes, de los lugares. Así, mi cuerpo tuvo una consistencia deleznable, frágil: un cuerpo también imaginado, sentido, dicho por mi y por el otro. Un cuerpo escrito. Un cuerpo fantasma (E. Donoso,2008).
ACERCA DEL PROCESO COREOGRÁFICO Y SUS INTERROGANTES
POR: ERNESTO ORTIZ
La pregunta primera que aparece cuando, en el marco de Diálogos 2009, intento ordenar para los demás mi proceso creativo coreográfico, es: ¿tengo acaso un proceso establecido y fijo, según el cual los elementos que constituyen el cuerpo de mis obras, adquieren un orden y un concierto que me garantiza un resultado previsto?
La verdad es que me gustaría pensar que no. Y aunque me gustaría pensar que no, no tengo la certeza de esta negativa. No la tengo porque, en el transcurso de los años y de las puestas en escena, debo haber adquirido un mínimo ritmo de hábitos y un cierto sentido, o un cierto “instinto” al que se podría llamar “oficio”.
Sin embargo, pensar que no me enfrento siempre a cada proceso con las mismas armas y herramientas es una idea tan cándida como ensoñadora; tan irreal como utópica y tan deseada como temida. Irreal y temida porque, como ya dije, en el camino se adquieren esas herramientas y de ellas nos servimos para organizar el tumulto de imágenes, recuerdos, palabras, sensaciones o deseos que articulan una obra. Y, sin las cuales, el trabajo se volvería incierto, en casos caótico y, con poca suerte, infructuoso.
Es una idea deseada intensamente, no obstante, porque me gusta creer que la creación artística es un proceso un tanto independiente de nuestra voluntad y de nuestra consciencia. Un proceso que se origina en alguna parte de nuestra memoria o de nuestro inconsciente, para convertirse en un producto, eventualmente, mostrable, factible de ser escenificado. Y porque, a pesar de valorar inmensamente la experiencia y el “oficio”, me gustaría creer que soy un canal, nada más que un conducto por medio del cual, la vida de estas obras se hace patente y real, independientemente de mi propia dirección. Y es precisamente este deseo lo que convierte a la idea en utópica, porque, en cualquier caso, cualquiera de nuestros productos va a estar necesariamente atravesado por la vida que nos ha tocado vivir, por las experiencias que hemos tenido, por la educación de nuestro gusto; en resumen por la conformación de nuestra identidad cultural y personal.
¿Dramaturgia del bailarín?
Pensar en que un sistema organizado y codificado de antemano, así como un conjunto de acciones y decisiones específicas pueden –o deberían- constituir el entramado que articula y sostiene, en primera instancia, un proceso de creación; y finalmente, un resultado escénico, es algo que, desde mi punto de vista puede o no ser cierto.
Puede ser cierto, o debería serlo, cuando ese conjunto de acciones y decisiones sustentan y articulan un proceso mediante el cual, el coreógrafo o director encuentra las interrogantes (y no necesariamente las respuestas) que le permitirán continuar el trabajo creativo, sin pretensiones innecesarias, y sin discursos absolutos y rotundos.
Tales acciones y decisiones resultan válidas cuando resuelven los enigmas que aparecen al enfrentar un proceso creativo, pero no califican definitivamente el resultado, sino que más bien plantean más posibilidades de resolución y, al mismo tiempo, más preguntas sobre el tema.
Tales acciones y decisiones son válidas cuando no representan un proceso encorsetado y rígido según el cual se pretenda resolver todas las dudas, situaciones, preguntas y acciones escénicas de la misma manera, siempre. Sino cuando esas acciones y decisiones permiten atisbar, y eventualmente reconocer y talvez aprehender, otras acciones y otras decisiones para reformular, reordenar o replantear la experiencia escénica; y cuando permiten y conducen a la reflexión acerca del hecho artístico.
Es evidente, hasta aquí, que me amedrentan terriblemente las verdades absolutas, las respuestas definitivas y los conceptos inamovibles.
Estos conceptos, verdades y respuestas, además, tienen que ver con las ideas de belleza, estética, cuerpo, danza, pensamiento, originalidad, disciplina, rigor, etc. que en la literatura que me ha correspondido analizar (“Dramaturgia del bailarín, Cazador de Mariposas”, Patricia Cardona, México 2000) se levantan como conceptos totales y únicos: “Hay dos anzuelos únicos que atrapan definitivamente la atención del espectador: la dramaturgia del bailarín ligada al lenguaje corporal y la embriaguez placentera que genera el movimiento. Uno u otro, o los dos juntos, son capaces de hacer viajar al espectador a mundos imaginarios que transforman la alquimia de su cuerpo y de su conciencia en luminosas experiencias estéticas”.
Creo que cuando una verdad como la belleza o la disciplina representan para un intérprete o un creador un dispositivo de acciones, un disparador de emociones o un gatillo que convoca a la creación, y a partir de ésta se genera un proceso creativo libre de ataduras y sostenido en la búsqueda auténtica, esta verdad puede ser asumida como tal dentro del contexto y el lugar en el que es válida.
Sin embargo, creo terriblemente peligroso el asumir que solamente existen dos anzuelos para atrapar la atención del espectador; y me resulta supremamente pretencioso querer ofrecer al público “experiencias estéticas luminosas”.
No dejo, no obstante, de creer que un proceso de creación coreográfica puede apuntar a conmover al espectador. Ese es un logro mayor. No dejo de creer que el espectador puede ser tocado por una imagen en particular, por una construcción escénica específica, o por un tipo de interpretación, sin dejar de entender que esta relación se genera a partir del ojo del espectador, a partir de su mirada y morada cultural; y de las negociaciones que éste efectúa con el producto escénico a partir de sus intereses. Pero no creo que es esto una condición inherente para validar un proceso creativo, y una propuesta escénica.
Me gusta pensar que una obra puede apelar también a mi intelecto, a mi memoria, a mi desconocimiento de las cosas, a la extrañeza que me produce el otro, al temor por ver mi reflejo, y a varias otras cosas que no representan en si y por antonomasia una experiencia estética y bella. No creo que mi trabajo como coreógrafo contemporáneo debe buscar la aprobación estética general, ni tampoco embellecer el espíritu de nadie. No estoy yo por la labor de conformar un espacio en el que la belleza y la estética –entendidas como una sublimación de las emociones y las pasiones humanas- representan un ideal ni un concepto sobre el cual engrandezco mi alma.
Me gusta pensar que mi trabajo como creador se relaciona más con descubrir cuál es mi percepción del mundo que me rodea, cómo asumo las experiencias vivenciales, cómo recreo la información que obtengo, cuáles son mis preocupaciones y mis asunciones estéticas. Éstas tareas entendidas, desde luego, como arduas y titánicas, aunque no apocalípticas.
Arduas y titánicas porque la comprensión que puedo tener del mundo, o la asunción de mis experiencias de vida, pueden resultar labores constantes, infructuosas y exhaustivas; pero que, si me mantengo alerta y atento, pueden dejar valiosas piezas de información a lo largo del camino.
No apocalípticas porque ni son concluyentes, ni son imposibles ni fatales. Así que, una vez más, confirmo mi temor y espanto ante los absolutismos, las verdades eternas y las conclusiones definitivas.
No creo, como afirma Patricia Cardona, que la dramaturgia del bailarín sea un “estado de gracia”, según el cual se puede acceder a la investigación y al descubrimiento de la investigación interdisciplinaria. No creo que un bailarín, o un coreógrafo esté destinado a entrar en estados de gracia, como si una luz divina se posara sobre su cabeza, o un maestro gurú le iniciara en el camino de la verdad, para poder atender a procesos de creación auténticos, ni para establecer un modo de trabajo o un sistema de creación que guarde un orden y un concierto que garanticen un resultado respetable y que comunique con el espectador.
No creo que el trabajo de un bailarín o el de un coreógrafo esté destinado a iluminar los caminos de las multitudes, ni a representar un faro en la larga noche neoliberal. No creo que la danza que busco hacer, esté diseñada para despertar las conciencias y para abrir los ojos del alma. No creo que me corresponde, como creador ecuatoriano contemporáneo, generar una danza telúrica y ritual, según la cual convoco a los espíritus que habitan el planeta y que avivan el fuego original, para con ellos y sus fuerzas impulsar una catarsis masiva, que me eleve en calidad de ser incorpóreo y etéreo, capaz de subyacer en la conciencia de los espectadores para convertirles en mejores personas.
No creo que mi trabajo como creador sea un portal a otras dimensiones, ni que en él se generen discursos espirituales y renovadores. Tampoco creo que mi oficio como artista represente la clave para entender la heterogeneidad de criterios, la variedad de estéticas, y la gran vastedad que conforman la cultura ecuatoriana. Creo que mi trabajo es nada más que una mirada sesgada y personal del mundo que me ha tocado vivir, y en el que espero seguir encontrando motivaciones.
Así que una dramaturgia del bailarín, entendida como un sistema organizado y codificado de antemano, un conjunto de acciones y decisiones específicas puede no ser la única manera de acceder a procesos creativos.
En lo que sí creo
Sin pretender especificar definitivamente lo que entiendo y asumo, en este momento de mi carrera, como mi sistema de creación, me parece más interesante enlistar las cosas y las ideas en las que, de momento, creo me resultan válidas y me provocan impulsos creativos.
Creo en una danza activa, viva y movible. Una danza que desentierra las raíces que han sostenido los procesos y los productos hasta ahora validados en las artes escénicas ecuatorianas, para recodificar, reencontrar y/o reestructurar las construcciones y los juegos estéticos que conforman nuestro imaginario colectivo.
Creo en una danza que se construye sobre criterios estéticos tan amplios como profundos, cuya amplitud no es sinónimo de ligereza ni de frugalidad. Sino, por el contrario, es sinónimo de investigación y consideración exhaustivas.
Creo en una danza auténtica, en el sentido de honestidad creativa. Ésta entendida como producto de un proceso según el cual el origen y ordenamiento de sus componentes, para conformar un discurso estético particular, se efectúa sobre la base del trabajo, la reflexión y la toma de decisiones coherentes con la propuesta original, el momento creativo del autor y las realidades de sus intérpretes.
Creo en una danza efectuada por bailarines y cuerpos humanos, activos, vivos y presentes. No creo en una danza hecha por cuerpos únicamente efectivos, saludables y productivos: todos conceptos de la modernidad y de un sistema industrial y productor, que no me corresponde ni histórica, ni culturalmente. Creo en una danza hecha por cuerpos propios y asumidos. Cuerpos que, sin dejar de estar entrenados y listos para cualquier reto físico, no dejan de asumir y entender sus limitaciones, sus carencias y su anatomía, para comprenderlas y trabajar desde y hacia ellas.
Creo en una danza apasionada, intensa y barroca, sin negar ni implicar invalidez a los momentos en los que esa pasión, intensidad y barroquismo, dan paso a sus talvez opuestos: la muerte, el misterio, el silencio, la quietud. Creo en una danza que no niega, sino que por el contrario incluye.
Creo en una danza de discurso polisémico. Una danza que, correspondiente con la contemporaneidad, permite lecturas desde el espectador, desde su propia mirada y que asume esa diversidad de interpretación como un proceso de retroalimentación y enriquecimiento. No creo en una danza que defina y resuelva las interrogantes que el discurso genera, de manera absoluta y categórica, sino que abra las posibilidades para una reinterpretación constante y un análisis que va más allá de lo evidente y lo meramente intencional.
Creo en una danza interdisciplinaria, una danza que asume las ventajas de la variedad de discursos disciplinarios, y que incluye consciente y articuladamente, tales disciplinas, para favorecer la polisemia del discurso.
Creo en una danza que no se preocupa únicamente por traducir en movimiento las preocupaciones que ocupan al coreógrafo, para generar un alegato dancístico, sino que ordena esas preocupaciones en una propuesta escénica codificada, según la cual el espectador entiende tales códigos, para traducirlos de acuerdo su realidad e interés.
Creo en una danza que no se autocalifique de original o única, sino cuando los procesos y los temas que ocupan al coreógrafo son los que le corresponden, de acuerdo a su momento creativo, a las interpretaciones que hace de esos temas y al tiempo e intensidad de trabajo que éstos le generen.
Creo en una danza que de cuenta de un proceso específico, en un momento específico, efectuada bajo unas premisas específicas y unos cuerpos específicos, sin que esa especificidad tipifique invariablemente el discurso que se genera.
De mis intereses como coreógrafo
Cuando enfrento un proceso creativo, intento que las imágenes e ideas que enriquecen el tema a tratar, fluyan desmesuradas y libres en mi cabeza y en la sala de ensayo. Esas imágenes se suceden libres y aleatorias, sin un preciso orden ni jerarquía, y eventualmente se organizan en una narrativa particular.
Es ese tipo de proceso el que prefiero, uno en el que las imágenes almacenadas en nuestra poco confiable memoria, dejan una huella; y talvez uno luego logra descifrar –si se tiene suerte- las intrincaciones que éstas suponen.
En los últimos seis años, los temas que he estado interesado en tratar coreográficamente han sido la fragilidad del cuerpo humano y su particular poética.
Esta fragilidad entendida no como debilidad per se, sino como imposibilidad de ejecución, como incapacidad inducida en tal cuerpo, por la inexorabilidad de la situación, de la escena: es decir de las circunstancias en las que ese cuerpo se inscribe.
Al momento de pensarlo, he buscado siempre en las imposibilidades del cuerpo, el material principal para la investigación y la propuesta escénica.
Es ante esa inexorabilidad, ante ese sino, ante esas circunstancias fatales, en las que el cuerpo que he buscado deviene frágil, impedido. Esta fragilidad es entonces producto de una lucha desproporcionada del cuerpo (vivo, enfermo o muerto) ante esos factores exógenos fatales, inevitables.
La poética -y los lenguajes- que genera este cuerpo impedido parcial o totalmente, y que se aferra y convive simbióticamente con su entorno adverso, me ha atraído sobremanera. El efecto no físico producto de esas circunstancias; entiéndase los procesos internos (psicológicos, ¿espirituales?) de ese cuerpo en desventaja, también pintó matices y generó olores.
De ahí que me resultara particularmente atractivo el contar historias o, más bien, el generar una atmósfera que imprima en el espectador una idea de fragilidad intensa.
En “Voraz Silencio”, la penúltima obra coreografiada y que cierra de alguna manera un ciclo como creador, me pregunté si es mi cuerpo aquello que me identifica como yo, o más bien algo que deviene patente escénicamente, cuando reordeno las partituras de obras anteriores para condensar esa información anterior, esas imágenes, movimientos y escenas anteriores que han terminado por construir un tipo de cuerpo específico en la escena, y sus negociaciones con ella.
Al mismo tiempo, me pregunté cuál era la necesidad de cerrar un ciclo, cuál la necesidad de terminar una historia y cuál la necesidad de hacerlo no solo como coreógrafo sino como intérprete. Esto provocó un sinfín de dificultades, y de dudas aún no resueltas.
Así que fijar una secuencia de movimientos, imágenes, silencios y sonidos -además de la palabra- me resultó una incógnita más que cualquier otra cosa. Por otra parte, coreografiar e interpretar fue en verdad agotador; sobre todo porque perdía entonces el ojo externo, la mirada del otro, del que juzga y elige, del que analiza y decide. El resultado es pues uno que sigo cuestionando y tratando de entender.
No fue fácil perder el control, dejar de caminar por terreno seguro y conocido; pero cuando logré relajarme –muy, muy al final- lo disfruté como nunca y aparecieron en mí los cuerpos de los padres, de los amantes, de los lugares. Así, mi cuerpo tuvo una consistencia deleznable, frágil: un cuerpo también imaginado, sentido, dicho por mi y por el otro. Un cuerpo escrito. Un cuerpo fantasma (E. Donoso,2008).
¿Por qué odiamos a los bailarines?
¿Por qué odiamos y / o amamos a los bailarines?
(Publicado en Mundo Diners, Diciembre 2008)
Ernesto Ortiz
Un amigo me dijo un día: “Yo odio a los bailarines. Todos son flacos, sexys y parecen inteligentes. Aunque es obvio que no lo son; adoran sudar como caballos y que les griten como a mulas… pero quisiera verme como ellos”. Yo le dije: “Todo lo que hacen para verse así es un crimen, un suplicio, y a la larga una ridiculez…”
Pero no es en realidad tanto de crimen, ni tanto de suplicio. La verdad es que muchos de ellos disfrutan denodada y diligentemente la privación, el hambre y el sufrimiento, tanto como disfrutan verse bien, lucir bien: la mentalidad de un bailarín es mucho más enrarecida y alucinada que la de cualquier ser humano.
Así pues, escribir sobre los bailarines o, peor aún, tratar de entenderlos puede resultar una tarea tediosa, extenuante y, para empeorar, infructuosa. Mas –y he aquí el sesgo divertido de tan poco halagüeña tarea-, los bailarines están llenos de ideas extrañas y absurdas. Ideas que los convierten en raros especímenes sociales y, a ratos, en parias de su propia vanidad. Están llenos de neurosis extravagantes o miedos irracionales: perder definitivamente la memoria en mitad de una presentación, cumplir la treintena antes de haber interpretado un solo, desarrollar mucho placer por comer.
Los bailarines son seres que aparentan una humanidad superior, de desproporcionada gracia y belleza distante; que hacen sentir a los demás siempre torpes y obesos; cuyo entendimiento y aprehensión sensible del mundo los vuelve iluminados. Pero pregunto: ¿es alguien iluminado cuando cree que las piernas ideales deben empezar en el tórax, que la columna debe ser un resorte hidráulico, que un arabesque frente a una ventana es una imagen verdaderamente poética, y que estar sempiternamente deprimido es el único camino hacia la creación? …Bah.
Aquella extraña, ¿envidiable? raza
(O, de cómo los reconocemos)
Un bailarín, sin importar su sexo, edad o inclinación política, siempre camina erguido. Tan erguido y digno que su mirada se pierde en lontananza, como si estuviera acudiendo al llamado de un dios particular, en pos de una noble misión, aunque vaya a comprar el pan y la leche.
Un bailarín jamás sonríe cuando es presentado a alguien desconocido. Le observa, mide y clasifica para, solo entonces, ofrecer su magnánima, desconcertante sonrisa y su inaudible saludo.
Un bailarín casi siempre está acompañado de otros bailarines, y la atmósfera que generan a su alrededor es impenetrable, elevada y misteriosamente armónica.
Un bailarín nunca grita, se descompone en público o pierde la cordura… a menos claro, que esté en el otro extremo de su bipolar persona, y arme una escena de proporciones fabulosas porque el mesero le sirvió un latte con leche no deslactosada.
Un bailarín siempre llega a una función de teatro, ópera, música de cámara; a una cena familiar, un picnic de amigos; o al bautizo de su sobrina, vistiendo como si llegara a la premiación de sus cuarenta años de carrera artística; aunque no logre cumplir ni quince como corista.
Un bailarín está (y se siente) fuera de lugar en cualquier ambiente común, en una calle, en un supermercado, en un parque; y como tal, su presencia es distinta: puede estar absolutamente estático y con aquella mirada mística y perdida. O, dado el caso, haciendo la cola para pagar, mientras se mueve lenta y bizarramente: se estira, se contorsiona, respira profundamente. Al llegar a la caja, no sabe qué está haciendo ahí.
Un bailarín no chifla para parar un bus, lo detiene con un delicado port de bras, mientras el chofer sigue de largo.
Un bailarín siempre está delgado. Sus cuerpos son gráciles y se mueven con mesura y efectivamente… sin importar inclinación política, sexo o edad, todos están siempre convencidos de estar gordos.
Sobreviviendo entre ellos
(y a pesar de ellos)
Para el común de los mortales, una fiesta o cualquier tipo de reunión social, es un lugar en el que los temas de conversación varían, fluctúan y/o desaparecen. Para los bailarines, el único tema de conversación es la danza. Entonces, para entablar una charla con ellos, uno debe dejar de lado cualquier otro tema que no sea aquel. Uno debe estar en contacto con su espiritualidad y el cosmos, uno debe entender las proporciones de la importancia de la danza en la formación del inconsciente social y sus injerencias en el devenir histórico mundial. Pero –y entonces viene la parte más complicada del asunto- uno debe también tener la pericia para saltar de tan importante cuestión, a temas prosaicos y humanos como el feng shui, las bebidas energizantes o la canonización de Narcisa de Jesús .
En resumen, uno debe ser un malabarista de los temas y las emociones; porque cuando ellos hablan, conversan y tertulian lo hacen de la manera más caótica posible, en sus temas y en sus emociones: exhilarantes en un momento, y depresivos totales en otros. Uno debe, además, entender que esa montaña rusa emocional es simplemente una expresión genuina de sus almas artísticas y de su potencial creador… aunque, dos minutos más tarde, te aseguren que la danza es un sinsentido, una aberración de las artes, un clavo oxidado en sus pies; y que si hubieran elegido mejor, serían plomeros u ortodoncistas, o las dos cosas.
De esta suerte, la pareja sentimental de un bailarín o bailarina es una especie en extinción. En extinción porque la dupla de un ser iluminado y artísticamente sensible, desaparece ante tal luminosidad, ante tal brillo y talento desperdigados sobre cada una de las acciones cotidianas de la vida en pareja; ante la insospechada fragosidad que suponen los sutiles razonamientos de un bailarín… ¿Cómo puede un ser humano común entender que 120 libras es considerado sobre peso en una mujer de 28 años?; o ¿cómo se puede entender la imperiosa necesidad de entrenar y ensayar sin descanso, incluso durante los fines de semana, las vacaciones normales, las mañanas, las tardes y las noches?...
El concepto de disciplina y obediencia en un bailarín o una bailarina cobra niveles insospechados, cuando se trata de su trabajo. Ambas son el fin ulterior de sus vidas: solo un bailarín puede soportar, con buena cara y agradecidas maneras, que alguien mal llamado “el coreógrafo” o “el maestro” le insulte, le humille públicamente y le diga cuán inútil es. Todo esto sin dejar de creer que las falacias del genio, el talento y la originalidad en el arte son verdaderas luces que guían su camino y sus pasos. Sin dejar de pensar que su trabajo es lo único excepcional, y que el de los demás es una copia vil y de mal gusto.
Hay que saber, también, que es desde su tan amplia y educada visión corporal, desde donde ellos corrigen la postura de todas las personas que conocen; y pueden llegar a prorrumpir con toda una charla acerca de la alineación vertebral, cuando alguien comete el error de decir frente a ellos: “me duele la espalda”. No es sino con conocimiento de causa y auténticas buenas intenciones que enseñarían –si el tiempo y la gente se los permitieran- a todos los que pasan por sus vidas a pararse, sentarse y caminar bien… siempre y cuando, claro, ellos estén bien de sus lumbalgia o de sus lesiones de rodilla.
Así que cuando uno tiene la suerte (y digo suerte porque pretendo escribir esto optimistamente) de vivir entre bailarines, o de pertenecer a su selecto círculo social, debe estar dispuesto a expandir sin pausa sus límites mentales y físicos. Uno debe entender que la fortuna nos ha colocado en tal posición y que estar acompañado de uno de ellos, solo puede ser un motivo de agradecimiento a la vida. Por tal razón, y con mucho miedo a equivocarme, puedo decir que quedan dos opciones frente a las apabullantes belleza, gracia, estilo y esplendidez con las que ellos llenan nuestras opacas vidas: amarlos u odiarlos.
Para amarlos uno debe rendirse ante la belleza de sus almas y de sus cuerpos, admirándolos sin tapujos y reconociendo nuestra inferioridad como parte consustancial de su superioridad. Sencillo, fácil y rápido, dos puntos… aburrido.
Para odiarlos (y gozar como vírgenes desfloradas) uno debe caminar de largo cuando ellos brillan por sobre nuestras cabezas, sin notarlos siquiera, como a políticos en campaña. O aplastarlos como mariposas contra la dura realidad, demostrándoles que:
- Cuando un bailarín camina erguido y con mirada trascendental es porque si cambia de postura le duele la espalda; y porque tiene miedo de ver su reflejo en las vidrieras,
- Cuando un bailarín no sonríe amablemente al ser presentado a alguien, es porque no sabe muy bien qué decir, si se entabla una conversación cuyo tema no sea la danza; y porque su sonrisa no es expresión de júbilo o bienestar, sino solo un mohín aprendido para recibir los aplausos,
- Cuando un bailarín está junto a otros bailarines y crean una barrera entre ellos y el mundo, es porque prefieren la burbuja incólume de sus chismorreos, auto indulgencias y mentiras coloridas, a la realidad bicolor y dolorosa que, ingenuamente, creen es el mundo fuera de la escena,
- Cuando un bailarín se viste de manera estrafalaria y afectada, es porque no está tan seguro de tener un cuerpo envidiablemente perfecto. Un cuerpo que lo mantenga en un plano ambiguo y enigmático, que lo defienda de su propia fruslería y soledad,
- Si un bailarín siempre se mueve en el cotidiano, con gracia y como si estuviera interpretando una danza espectacular, es porque ha perdido la costumbre y la destreza para estar relajado, ser sencillamente feliz y disfrutar de la comodidad y la belleza de ser torpes.
Amarlos u odiarlos son solo dos opciones. Una pobre oferta de mi parte. Pero, soy bailarín y me encanta entender el mundo desde esas dualidades: el amor y el odio, la belleza y la fealdad, la realidad y la fantasía, el valor y el miedo, el gozo y el sufrimiento. Me gusta además, no tomarme la vida muy en serio, robarme frases de otros, esculcar mis vergüenzas y las ajenas, beber un shot de whisky antes de salir a escena, hablar mal del prójimo… y me gusta, obvio es, bailar. Bailar y sufrir gratuitamente; porque bailar es, aparte del placer más grande que conozco y la profesión más mal pagada del mundo, una forma un tanto estúpida e inane de vivir la vida: nadie se muere, absolutamente nadie, si no lo hago. Solamente yo.
(Publicado en Mundo Diners, Diciembre 2008)
Ernesto Ortiz
Un amigo me dijo un día: “Yo odio a los bailarines. Todos son flacos, sexys y parecen inteligentes. Aunque es obvio que no lo son; adoran sudar como caballos y que les griten como a mulas… pero quisiera verme como ellos”. Yo le dije: “Todo lo que hacen para verse así es un crimen, un suplicio, y a la larga una ridiculez…”
Pero no es en realidad tanto de crimen, ni tanto de suplicio. La verdad es que muchos de ellos disfrutan denodada y diligentemente la privación, el hambre y el sufrimiento, tanto como disfrutan verse bien, lucir bien: la mentalidad de un bailarín es mucho más enrarecida y alucinada que la de cualquier ser humano.
Así pues, escribir sobre los bailarines o, peor aún, tratar de entenderlos puede resultar una tarea tediosa, extenuante y, para empeorar, infructuosa. Mas –y he aquí el sesgo divertido de tan poco halagüeña tarea-, los bailarines están llenos de ideas extrañas y absurdas. Ideas que los convierten en raros especímenes sociales y, a ratos, en parias de su propia vanidad. Están llenos de neurosis extravagantes o miedos irracionales: perder definitivamente la memoria en mitad de una presentación, cumplir la treintena antes de haber interpretado un solo, desarrollar mucho placer por comer.
Los bailarines son seres que aparentan una humanidad superior, de desproporcionada gracia y belleza distante; que hacen sentir a los demás siempre torpes y obesos; cuyo entendimiento y aprehensión sensible del mundo los vuelve iluminados. Pero pregunto: ¿es alguien iluminado cuando cree que las piernas ideales deben empezar en el tórax, que la columna debe ser un resorte hidráulico, que un arabesque frente a una ventana es una imagen verdaderamente poética, y que estar sempiternamente deprimido es el único camino hacia la creación? …Bah.
Aquella extraña, ¿envidiable? raza
(O, de cómo los reconocemos)
Un bailarín, sin importar su sexo, edad o inclinación política, siempre camina erguido. Tan erguido y digno que su mirada se pierde en lontananza, como si estuviera acudiendo al llamado de un dios particular, en pos de una noble misión, aunque vaya a comprar el pan y la leche.
Un bailarín jamás sonríe cuando es presentado a alguien desconocido. Le observa, mide y clasifica para, solo entonces, ofrecer su magnánima, desconcertante sonrisa y su inaudible saludo.
Un bailarín casi siempre está acompañado de otros bailarines, y la atmósfera que generan a su alrededor es impenetrable, elevada y misteriosamente armónica.
Un bailarín nunca grita, se descompone en público o pierde la cordura… a menos claro, que esté en el otro extremo de su bipolar persona, y arme una escena de proporciones fabulosas porque el mesero le sirvió un latte con leche no deslactosada.
Un bailarín siempre llega a una función de teatro, ópera, música de cámara; a una cena familiar, un picnic de amigos; o al bautizo de su sobrina, vistiendo como si llegara a la premiación de sus cuarenta años de carrera artística; aunque no logre cumplir ni quince como corista.
Un bailarín está (y se siente) fuera de lugar en cualquier ambiente común, en una calle, en un supermercado, en un parque; y como tal, su presencia es distinta: puede estar absolutamente estático y con aquella mirada mística y perdida. O, dado el caso, haciendo la cola para pagar, mientras se mueve lenta y bizarramente: se estira, se contorsiona, respira profundamente. Al llegar a la caja, no sabe qué está haciendo ahí.
Un bailarín no chifla para parar un bus, lo detiene con un delicado port de bras, mientras el chofer sigue de largo.
Un bailarín siempre está delgado. Sus cuerpos son gráciles y se mueven con mesura y efectivamente… sin importar inclinación política, sexo o edad, todos están siempre convencidos de estar gordos.
Sobreviviendo entre ellos
(y a pesar de ellos)
Para el común de los mortales, una fiesta o cualquier tipo de reunión social, es un lugar en el que los temas de conversación varían, fluctúan y/o desaparecen. Para los bailarines, el único tema de conversación es la danza. Entonces, para entablar una charla con ellos, uno debe dejar de lado cualquier otro tema que no sea aquel. Uno debe estar en contacto con su espiritualidad y el cosmos, uno debe entender las proporciones de la importancia de la danza en la formación del inconsciente social y sus injerencias en el devenir histórico mundial. Pero –y entonces viene la parte más complicada del asunto- uno debe también tener la pericia para saltar de tan importante cuestión, a temas prosaicos y humanos como el feng shui, las bebidas energizantes o la canonización de Narcisa de Jesús .
En resumen, uno debe ser un malabarista de los temas y las emociones; porque cuando ellos hablan, conversan y tertulian lo hacen de la manera más caótica posible, en sus temas y en sus emociones: exhilarantes en un momento, y depresivos totales en otros. Uno debe, además, entender que esa montaña rusa emocional es simplemente una expresión genuina de sus almas artísticas y de su potencial creador… aunque, dos minutos más tarde, te aseguren que la danza es un sinsentido, una aberración de las artes, un clavo oxidado en sus pies; y que si hubieran elegido mejor, serían plomeros u ortodoncistas, o las dos cosas.
De esta suerte, la pareja sentimental de un bailarín o bailarina es una especie en extinción. En extinción porque la dupla de un ser iluminado y artísticamente sensible, desaparece ante tal luminosidad, ante tal brillo y talento desperdigados sobre cada una de las acciones cotidianas de la vida en pareja; ante la insospechada fragosidad que suponen los sutiles razonamientos de un bailarín… ¿Cómo puede un ser humano común entender que 120 libras es considerado sobre peso en una mujer de 28 años?; o ¿cómo se puede entender la imperiosa necesidad de entrenar y ensayar sin descanso, incluso durante los fines de semana, las vacaciones normales, las mañanas, las tardes y las noches?...
El concepto de disciplina y obediencia en un bailarín o una bailarina cobra niveles insospechados, cuando se trata de su trabajo. Ambas son el fin ulterior de sus vidas: solo un bailarín puede soportar, con buena cara y agradecidas maneras, que alguien mal llamado “el coreógrafo” o “el maestro” le insulte, le humille públicamente y le diga cuán inútil es. Todo esto sin dejar de creer que las falacias del genio, el talento y la originalidad en el arte son verdaderas luces que guían su camino y sus pasos. Sin dejar de pensar que su trabajo es lo único excepcional, y que el de los demás es una copia vil y de mal gusto.
Hay que saber, también, que es desde su tan amplia y educada visión corporal, desde donde ellos corrigen la postura de todas las personas que conocen; y pueden llegar a prorrumpir con toda una charla acerca de la alineación vertebral, cuando alguien comete el error de decir frente a ellos: “me duele la espalda”. No es sino con conocimiento de causa y auténticas buenas intenciones que enseñarían –si el tiempo y la gente se los permitieran- a todos los que pasan por sus vidas a pararse, sentarse y caminar bien… siempre y cuando, claro, ellos estén bien de sus lumbalgia o de sus lesiones de rodilla.
Así que cuando uno tiene la suerte (y digo suerte porque pretendo escribir esto optimistamente) de vivir entre bailarines, o de pertenecer a su selecto círculo social, debe estar dispuesto a expandir sin pausa sus límites mentales y físicos. Uno debe entender que la fortuna nos ha colocado en tal posición y que estar acompañado de uno de ellos, solo puede ser un motivo de agradecimiento a la vida. Por tal razón, y con mucho miedo a equivocarme, puedo decir que quedan dos opciones frente a las apabullantes belleza, gracia, estilo y esplendidez con las que ellos llenan nuestras opacas vidas: amarlos u odiarlos.
Para amarlos uno debe rendirse ante la belleza de sus almas y de sus cuerpos, admirándolos sin tapujos y reconociendo nuestra inferioridad como parte consustancial de su superioridad. Sencillo, fácil y rápido, dos puntos… aburrido.
Para odiarlos (y gozar como vírgenes desfloradas) uno debe caminar de largo cuando ellos brillan por sobre nuestras cabezas, sin notarlos siquiera, como a políticos en campaña. O aplastarlos como mariposas contra la dura realidad, demostrándoles que:
- Cuando un bailarín camina erguido y con mirada trascendental es porque si cambia de postura le duele la espalda; y porque tiene miedo de ver su reflejo en las vidrieras,
- Cuando un bailarín no sonríe amablemente al ser presentado a alguien, es porque no sabe muy bien qué decir, si se entabla una conversación cuyo tema no sea la danza; y porque su sonrisa no es expresión de júbilo o bienestar, sino solo un mohín aprendido para recibir los aplausos,
- Cuando un bailarín está junto a otros bailarines y crean una barrera entre ellos y el mundo, es porque prefieren la burbuja incólume de sus chismorreos, auto indulgencias y mentiras coloridas, a la realidad bicolor y dolorosa que, ingenuamente, creen es el mundo fuera de la escena,
- Cuando un bailarín se viste de manera estrafalaria y afectada, es porque no está tan seguro de tener un cuerpo envidiablemente perfecto. Un cuerpo que lo mantenga en un plano ambiguo y enigmático, que lo defienda de su propia fruslería y soledad,
- Si un bailarín siempre se mueve en el cotidiano, con gracia y como si estuviera interpretando una danza espectacular, es porque ha perdido la costumbre y la destreza para estar relajado, ser sencillamente feliz y disfrutar de la comodidad y la belleza de ser torpes.
Amarlos u odiarlos son solo dos opciones. Una pobre oferta de mi parte. Pero, soy bailarín y me encanta entender el mundo desde esas dualidades: el amor y el odio, la belleza y la fealdad, la realidad y la fantasía, el valor y el miedo, el gozo y el sufrimiento. Me gusta además, no tomarme la vida muy en serio, robarme frases de otros, esculcar mis vergüenzas y las ajenas, beber un shot de whisky antes de salir a escena, hablar mal del prójimo… y me gusta, obvio es, bailar. Bailar y sufrir gratuitamente; porque bailar es, aparte del placer más grande que conozco y la profesión más mal pagada del mundo, una forma un tanto estúpida e inane de vivir la vida: nadie se muere, absolutamente nadie, si no lo hago. Solamente yo.
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